domingo, 28 de junio de 2009

Conferencia

Anastasia Espinel Souarez
El Problema del Cuento Histórico

"Cuentos de los vencidos" fue mi primer intento de penetrar en un área tan poco explorado como el cuento histórico. Actualmente la mayoría de los autores que pretende levantar la cortina de tiempo sobre algún acontecimiento del pasado, prefiere acudir al género de la novela ya que le permite realizar el viaje a través del tiempo en toda su plenitud visitando los rincones más recónditos de la antigüedad. En cambio, ¿qué es un cuento histórico? A diferencia de una novela, no puede representar el pasado como un cuadro irreprochablemente íntegro y completo; se asemeja más bien a un fresco o una estatuilla extraída por un arqueólogo de debajo de una gruesa capa de lava volcánica que había enterrado las antiguas ciudades de Pompeya y Herculano, aquellos minúsculos trozos de la época remota que aunque no pueden contar la historia completa pero sí revelan a los lectores algunos de sus momentos. Cada cuento puede ser comparado con un pequeño trozo de aquel mosaico multicolor que recubría paredes y pavimentos de las viejas casas romanas; en conjunto, se convierten en un cuadro casi tan pleno y revelador que una novela.
A medida que escribía mis Cuentos de los vencidos, publiqué algunas historias en el periódico virtual Sic en el medio y recibí numerosas críticas tanto positivas como negativas. En estas últimas se me reprobaba la ligereza, la superficialidad, el exceso de crueldad, el carácter demasiado descriptivo de la narración, la acentuación de algunos detalles secundarios en vez de los acontecimientos históricos trascendentales y, más que todo, el despiadado modo de tratar una de las civilizaciones más brillantes del mundo omitiendo deliberadamente sus numerosos aportes a la cultura universal y sacando a la luz sus aspectos más oscuros e inhumanos.
Actualmente se habla mucho sobre la grandeza y genio creador de los romanos pero también es evidente que tras la reluciente y majestuosa fachada del Imperio más poderoso de la antigüedad clásica se escondía un auténtico antro de infamia y humillación de pueblos enteros. Además, según dice Indro Montanelli en su Historia de Roma, "no hay nada más fatigoso que seguir una historia poblada de monumentos; yo mismo debí luchar contra los bostezos cuando, cayendo en la cuenta de haber olvidado todo o casi todo, quise volverla a estudiar desde el principio hasta que topé con Suetonio y con Dión Casio que, habiendo sido contemporáneos de aquellos monumentos... no alimentaban para ellos un respeto tan reverente y timorato". Entonces, pregunta el escritor italiano, ¿por qué habríamos de tener más respeto a esos personajes que el que les tuvieron los mismos romanos?
En estos cuentos, intenté dar vida a la piedra de las antiguas edificaciones romanas y a todas esas figuras de legionarios victoriosos y bárbaros derrotados que nos miran desde los frescos y bajorrelieves destinados a glorificar la grandeza de Roma a través de los siglos. Traté de ser objetiva tratando de reconstruir el ambiente de la época y revelar todo aquel dolor que debieron sentir los pueblos aplastados y humillados por Roma, dispersos en un inmenso territorio que se extendía desde los sombríos bosques de Germania hasta las arenas del Sahara y desde las costas del Océano Atlántico hasta las orillas del Eufrates. Cada uno de estos pueblos tenía su propia historia, costumbres y tradiciones; no se parecían en nada salvo en el hecho de haber sufrido toda la fuerza aplastante y destructora de la grandiosa máquina militar romana.
La conquista de cada nueva provincia procedía de un modo diferente. El Mediterráneo, la verdadera base del poder de Roma desde las Guerras Púnicas, se había convertido para los romanos en una auténtica mare nostrum y los habitantes de sus costas, en las primeras víctimas de los apetitos expansionistas de Roma. La mayoría de los reinos helenísticos de Asia Menor pasaron bajo la soberanía de Roma sin grandes contratiempos; los romanos obtuvieron la posesión de estas tierras como herencia de sus antiguos soberanos, mediante legado testamentario, desde que en el año 133 a.C. Átalo III, el último rey de Pérgamo, dejó por heredero de su reino al "Senado y pueblo de Roma". Nicomedes de Bitinia siguió su ejemplo y muchos otros reyes también; sólo el reino del Ponto, gobernado por Mitrídates Eupátor Dioniso (132 a.C. - 63 a.C.), hizo frente a los conquistadores y luchó contra Roma durante más de veinte años. Casi toda Asia Menor cayó en manos del intrépido soberano del Ponto quien tenía de su parte el odio que sentían los griegos y asiáticos contra los banqueros romanos y cobradores de impuestos que asolaban el país. Pronto la sublevación cundió también por toda Grecia ya que el antiguo espíritu democrático de Atenas aún no estaba muerto y, apenas llegadas las noticias sobre las victorias de Mitrídates, el pueblo se sublevó contra las autoridades romanas y proclamó al soberano del Ponto como libertador y defensor de la libertad helena. Aunque posteriormente Mitrídates fue derrotado por Lúculo, Sila y Pompeyo y se vio obligado a suicidarse en la lejana fortaleza de Panticapeo a orillas del mar Azov, el recuerdo del rebelde soberano del Ponto seguía perturbando la memoria de varias generaciones de los habitantes del Asia Menor incitándolos a continuar su lucha contra Roma, tal como lo hacen los personajes de los cuentos El cantar de Mitrídates, El tesoro del Ponto y La hetaira.
En cuanto a Grecia, el primer enfrentamiento de Roma con aquella brillante civilización tuvo lugar en 281 a.C., cuando el rey Pirro de Epiro, un descendiente lejano de Alejandro Magno, desembarcó con sus tropas al sur de Italia para defender Tarento y otras colonias griegas de la agresión romana. Pero en aquel momento Grecia ya había dejado de existir como gran nación; sus ciudades estados se peleaban entre sí constantemente, divididas en dos ligas, la Aquea y la Etolia; ninguna de ellas fuese capaz de mantenerlas unidas. Así fue el cuadro político de Grecia en el momento que Roma, tras su brillante victoria en la Segunda Guerra Púnica, volvió sus ojos hacia los Balcanes.
Durante varios años, Roma mantuvo relaciones con los estados griegos a base de cierta tolerancia y respeto interveniendo en sus asuntos internos tan sólo ocasionalmente pero, de todos modos, semejante política provocó el descontento de ciertos grupos sociales en cuya memoria aún vivía el recuerdo de la antigua libertad de los helenos. Perseo, el soberano de la vecina Macedonia, trató de aprovecharse de la situación llamando a los griegos para la guerra contra Roma. Pero Macedonia ya no era la misma gran potencia de los tiempos de Alejandro Magno y Perseo, derrotado en la batalla de Pidna en 168 a.C. por el general romano Paulo Emilio, fue llevado a Roma donde desfiló encadenado tras el carro triunfal de su vencedor. Tras aquella derrota, algunas ciudades griegas aún pretenden luchar por su efímera libertad hasta que en 146 a.C. las tropas del cónsul Lucio Mumio cayeron sobre Corinto, una de las ciudades más prósperas y al mismo tiempo más problemáticas de Grecia reduciéndola a cenizas. El botín más valioso traído a Roma tras aquella campaña fue un gran grupo de filósofos, gramáticos e intelectuales griegos destinados a convertirse en los educadores de las nueva generación romana, al igual que Xantipe, heroína del cuento Graecia capta.
En realidad, Grecia había cambiado muy poco bajo el dominio romano. Según Plutarco, "es el mismo espíritu popular, son las mismas inquietudes, la misma seriedad y las mismas burlas, la misma maldad y la misma gracia que en los antepasados". La vida del pueblo griego durante el dominio romano revelaba también algunos rasgos dignos de su primacía civilizadora que difería a los griegos del resto de la población del Imperio. Los combates de gladiadores, que no tardaron en expandirse a todas las provincias romanas, penetraron a Grecia relativamente tarde y durante mucho tiempo no pasaron de Corinto, ciudad medio itálica. Cuando las autoridades romanas los introdujeron también en Atenas, muchos ciudadanos, entre los más nobles y respetados, abandonaron voluntariamente su ciudad natal creyéndola deshonrada por aquellos espectáculos sangrientos. Sin embargo, la nueva generación griega, abandonando los antiguos preceptos de sus gloriosos antepasados, poco a poco se adaptaba a nuevas condiciones, como el joven Arquíloco, protagonista de La última batalla del Invencible, tratando de encontrar su propio lugar en esta nueva Paix romana.
Un aspecto totalmente distinto tenía Europa Occidental, el mundo bárbaro. En cuanto a las Galias, antes de las campañas de César los romanos no conocían más que sus provincias meridionales, conquistadas con el fin de asegurar las comunicaciones con España. Más al norte de la frontera, se extendía una auténtica Terra Incognita, poblada por diferentes tribus de raza céltica que aún no conocían la vida urbana ni la escritura. Para los romanos era un mundo siniestro y tenebroso de guerreros salvajes que se embriagaban con sangre humana y druidas perversos que practicaban sacrificios humanos. Aquel concepto erróneo afectó posteriormente a toda la historia de los celtas quienes, lejos de ser unos simples bárbaros rudos e ignorantes, desarrollaron una brillante cultura que floreció en un extenso territorio desde las Islas Británicas hasta el Danubio e influyeron profundamente en la historia de Europa. Eran unos prósperos ganaderos, agricultores y artesanos; adoraban a sus milenarios dioses moradores de bosques sagrados, admiraban las artes pero al mismo tiempo eran guerreros ávidos y feroces que luchaban unos contra otros a veces por un simple insulto. No tenían escritura pero componían hermosas leyendas sobre sus dioses y héroes y conservaban en sus mentes la imagen de una sociedad ideal heroica donde "nada es mío ni tuyo".
Sin embargo, a los romanos los interesaban únicamente los fértiles campos de las Galias y el abundante oro que poseían sus habitantes. Los mismos celtas contribuyeron en gran parte a su propia caída ya que, según comenta Julio César en su relato de la Guerra de las Galias, todas las tribus vivían desunidas y en constante pelea entre sí. En realidad, cuando sus legiones marcharon por primera vez contra la Galia en 58 a.C., el país estaba dividido en cientos de pequeñas y grandes posesiones tribales, ninguna de ellas con fronteras fijas. La superpoblación, el espíritu belicoso y el amor por la aventura provocaban innumerables conflictos tribales y a la vez convertían a las Galias en un blanco apetecible para sus enemigos.
Frente al peligro romano, las tribus celtas dejaron a un lado sus antiguas rivalidades uniendo sus fuerzas en la lucha contra el enemigo común hasta que en el año 52 a.C. surgió Vercingetorix. jefe de los arvernos, un hombre que resultó ser un adversario digno del mismo César. Bajo su mando, los celtas lucharon osadamente y, como escribió después el mismo César, "creían que era mejor morir en combate que deshonrar su antiguo renombre guerrero y perder la libertad que habían recibido de sus antepasados". Pero tras la derrota en Alesia, cuando Vercingetorix cayó vivo en manos del enemigo y fue llevado a Roma, el antiguo espíritu celta decayó. Aunque la resistencia perduró y algunos jefes tribales intentaron sublevarse, Roma, despiadadamente, logró desbaratar todas aquellas revueltas. La mayor parte del mundo celta quedó postrado, sus campos devastados y sus antiguos dioses olvidados. Las antiguas costumbres y tradiciones celtas, se mantuvieron vivas únicamente en la memoria tanto de los vencidos como de los vencedores, tal como traté de mostrarlo en el cuento La lluvia.
Aún más al norte, al otro lado del Rin, se extendían los intransitables bosques y pantanos, refugio de las numerosas tribus germanas. La patria de aquella gente ruda y belicosa que amaba la lucha y no temía a la muerte se extendía a lo largo de las costas de los mares Báltico y del Norte pero en el año 500 a.C., cuando el clima de Escandinavia, otrora templado y agradable, se volvió demasiado frío y húmedo, los pueblos nórdicos comenzaron a desparramarse hacia el sur buscando tierras más acogedoras. Los primeros en entrar en contacto con el mundo romano en el siglo II a.C. fueron los cimbros procedentes de la península de Jutlandia, tribu a la cual pertenecía uno de los protagonistas del cuento Los hermanos. En los siglos posteriores diferentes tribus germanas invadieron una gran parte del continente europeo en sucesivas oleadas de pillaje y conquista creando serios problemas para Roma. Aunque las armadas romanas remontaron los ríos de Germania y una formidable empalizada de más de doscientas millas entre el Danubio y el Rin protegían la frontera septentrional del Imperio de las incursiones bárbaras, todos los intentos de extender las conquistas más allá de esta línea divisoria no tuvieron éxito. Augusto, en su lecho de muerte, había ordenado que no se avanzara más al norte y sólo por necesidad los emperadores Trajano y Marco Aurelio guerrearon y pactaron con las tribus germanas del otro lado del Rin y del Danubio. Germania seguía siendo para los eruditos romanos ejemplo de pueblo no contaminado por la civilización y, por lo tanto, sumamente misterioso.
Al otro extremo del mundo romano, en Africa, según comenta Th.Mommsem en su libro El mundo de los Césares, "la miopía, la mezquindad, la monstruosidad y la brutalidad de la política exterior de Roma se mostraron más que en cualquier otra parte del mundo". En las Galias y en Iberia el gobierno romano perseguía, por lo menos, como meta, una colonización ordenada de nuevos territorios y un principio de latinización; en Grecia y en Oriente la dominación romana se suavizó gracias al helenismo mientras sobre el continente africano parecía flotar todavía, más allá del fantasma de Cartago, el viejo odio nacional contra Aníbal y los púnicos. Roma pretendía retener el antiguo territorio cartaginés no tanto para fomentar el provecho propio sino más bien para no permitir que otros, más que todo los pueblos autóctonos de Africa, la aprovecharan en sus intereses; no para alentar allí una nueva vida sino para velar los cadáveres sepultados.
Las tierras africanas jamás lograron resurgir tras el desastre de las Guerras Púnicas; ninguna de sus ciudades se levantó hasta el mismo esplendor que en otros tiempos había poseído Cartago. Tampoco existían allí campamentos militares permanentes como en las Galias o en España ni fortificaciones monumentales como en Britania o en Germania. La provincia romana de Africa fue circundada por los territorios relativamente civilizados de Numidia y Mauritania, reinos aliados de Roma, por una parte, y, por la otra, por el Sahara cuyas arenas albergaban el constante peligro de un embate de los garamantes, los misteriosos habitantes del interior del continente, antepasados de los actuales tuareg. Unas pocas fortalezas romanas erguidas en medio de las arenas impenetrables no siempre lograban detener los ataques de aquellos intrépidos guerreros del desierto por lo que la vida en la frontera meridional del Imperio estaba llena de zozobras y un peligro constante, empeorando aún más las relaciones de los colonos y militares romanos con la población local. Según Th. Mommsem, fueron el temor y el peligro, el afán de mando y la codicia que regían la vida en el Africa romana, truncando despiadadamente los destinos tanto de las personas (La vida entera) como de pueblos enteros (La justicia del desierto). Espero que el presente libro, un breve recorrido por diferentes rincones de la Paix romana, no sólo parecerá a sus lectores un viaje entretenido y cognoscitivo sino también los hará pensar hasta qué punto nuestro mundo actual se asemeja a aquel que aparece en las páginas de los Cuentos de los vencidos ya que numerosos problemas y temores que afectan a los protagonistas no se difieren mucho de los que siguen perturbando a nosotros en pleno siglo XXI.

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